Un último gesto
Se significó, cuando su vida declinaba, por una incontrolable
necesidad de acometer empresas absurdas. A sus ochenta años, comprendió que la
demencia que padecía le deparaba mayores réditos de felicidad que los que
cosechó cuando era un joven experto del tedio. Pero la locura carece de metas,
de objetivos, de motivaciones. Su propia muerte, la forma que habría de elegir
para su salida de este mundo, en última instancia, se le presentó como una
posibilidad doble que serviría para culminar su historia. Intentó definirla
primero. Por un lado, podía ser una entrada lenta en un aburrimiento
definitivo, en el gran espacio en blanco, unos puntos suspensivos, un silencio
tranquilo, la calma total, o por otro, todo lo contrario, una sublime
estupidez, una última broma, un imposible caos sin demasiada planificación, una
fiesta negra, un cohete artificial que se funde en negro, una insensatez
innecesaria, un final rescoldo de furia. Eligió la segunda opción,
reconociendo, en un último episodio de lucidez, que esta elección de su muerte
hubiera debido ser completamente ajena a sus competencias. Se metió un cartucho
de dinamita por el culo y explotó.
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