Siempre supuse que fue un sueño. Tenía pocos años, esa edad bien llamada inocente cuando cada hecho, cada objeto descubierto es propicio para causar asombros tan injustificados después con los años y las decepciones, porque es cómodo quedarse en eso y hay que trabajar. Estos hallazgos eran provocados en general por cosas nimias, insignificantes, hermosas. Fue a la salida del barrio, tras cruzar la carretera, un día de invierno, indolente y con escarcha, tenía las manos heladas. Caminé entre las escombreras, descartando ladrillos, hierros, basura diversa, juegos baratos, miserias variadas y seguí una especie de camino, que desde siempre supe que no llevaba a ninguna parte. Cuando ya empezaba a cansarme de andar un poco, debajo de un poste eléctrico vi el elefante.

Enorme, majestuoso, nada tímido, igualito que el que aparecía en la fotografía del libro sobre África, amenazando con toda su parafernalia de colmillos marfileños, con intención manifiesta en sus ojos de acometerme, con esa mirada difícil y llorosa de animal acorralado que tienen algunos elefantes. Era una colina viviente. Salí corriendo y no dije nada a nadie. Volví a casa, al silencio, al reloj, al colegio, al trabajo, pasaron treinta años. Nunca le conté a nadie que había visto un elefante. No volví por el lugar, construyeron edificios, cambiaron de sitio la basura, hasta plantaron un parque.

Ayer leí que Yugurta, el cartaginés, regaló a Escipión el Africano diez elefantes que se perdieron en el sitio de Numancia, tras arremeter presas de la locura contra los romanos y diezmarlos. Nadie supo nunca qué fue de aquellos elefantes.

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