Era puntual en sus gritos. Al final de la tarde, cuando encienden siempre un poco antes de lo necesario las farolas, mientras yo absorbía libros. Afuera en la calle, fuese verano o invierno se la oía gritar el nombre, con grito definitivo y desgarrador para que el hijo, supongo, subiera a casa. ¡¡Alex!!, gritaba, y el sonido de la voz de la madre reproducía sus ecos y entraba en mi habitación, tuviera o no las ventanas cerradas.

Así durante media hora, más o menos, con metódica que no melódica puntualidad, la madre llamando desaforadamente al hijo. ¡¡Alex!! Todos los días ¡¡Aleeeeex!!. Cada vez más fuerte. Los niños juegan todo el día en la calle, colgándose de los árboles, dando vueltas de peonza, persiguiéndose, lanzando piedras, dando patadas, surcando charcos, lidiando en partidos interminables de pelota de trapo y Alex debía ser uno de ellos, sin duda, el más reacio a obedecer a su madre, o el más sordo, o alguien para quien estarse quietecito en casa debía ser una tortura insoportable. ¡¡Aleeeeeeeeeeeeeex!! Pasaron meses, uno se acostumbra a todo. Aprendí a usar el primer grito como despertador, dejaba los libros y cenaba siempre a esa hora, tan crepuscular. Pero un día tuve una chispa de curiosidad y me asomé a la ventana, a la hora de los gritos. Vi a la oronda madre gritando desde la ventana del edificio de enfrente, desde el quinto concretamente llamando a Alex con su enfado perpetuo, con su voz poderosa que no conocía merma ni ronquera alguna. Esperé a ver como el chico cedía abandonando triste el juego y subía. Pero Alex no apareció. La madre, tras su cronometrada media hora de berridos, se metió dentro y corrió las cortinas.

Al día siguiente lo mismo. Nunca vi a Alex. Pensé si no sería un chico indomable, si dormiría en la calle, hice guardias hasta bien entrada la noche para comprobarlo, pero él nunca volvía a casa. Me empecé a preocupar por la estentórea madre, por sus inútiles gritos. ¿Y si Alex no existiera, si fuera una ausencia mal asumida o una invención de loca o un fantasma, cómo explicar este ritual tan absurdo?

Un día comprendí todo. Me puse el abrigo, bajé, crucé la calle, llamé al telefonillo, aunque la puerta estaba abierta, subí al quinto, dejaron de oírse los habituales gritos al final de la tarde.

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