Aprovecha
Juan sabe que los nombres
dicen muchas cosas, aunque el suyo más bien no.
Lento, muy lento, caía el día
en mitad de una espesa oscuridad que olía a arándanos. Pensaba que nadie sabía
cómo es que huelen los arándanos.
Tremolando, dudando, sudando,
así pasaba el día Juan, por la noche todo era tan fácil como un abrazo.
El hombre merecía mejor suerte
que la de no conocer la luz y sí el áspid que le reveló la esencia del veneno.
Él paladeaba la soledad de la
piedra, ni peor ni mejor que otras soledades, aunque de la soledad de la piedra
pocos se apiadan, aunque el nivel de esta superaba en cuatro puntos los límites
cifrados que imponen las leyes no escritas.
Juan debería empezar a hacer
algo con esos sentimientos que tiene agarrotados en lo más profundo de su alma,
pero se cree que es más que nada una piedra, y así es difícil.
Quizás las piedras tienen
sentimientos.
O ser.
O esencia.
Pero de la existencia de las
piedras nadie está seguro.
Juan teclea con mayor presteza
que otros días, casi a tres letras por minuto, todo un record para él. No me
gusta el sarcasmo. Todo un record para él. Las letras se quedan la mitad entre
el teclado y la pantalla. Su escritura es sincrónica con el hambre, la
oscuridad, el partido de las diez, con la escritura de ochocientos mil que como
él no desdeñan el mero escribir por escribir. Hoy a sus dedos no les pesa ser
de piedra. El sentimiento está a punto de caer, aunque se desconoce su naturaleza,
la clase de sentimiento ni que quiero decir cuando digo sentimiento y no
pensamiento. Es posible que lo que esté a punto de caer no sea un sentimiento
sino una idea. Da igual.
Las ideas son también como
piedras a veces, de lo difícil que es levantarlas sólo con las manos.
Diez años atrás, ella, con sus
ojos, le dijo que no.
Al modo en que suelen decir no
los que no quieren ofender. Sin decirlo.
Otros silencios esperan detrás
de la puerta, pero no está preparado para afrontarlos. Por eso, Juan piensa:
quédate en la oscuridad de tu cuarto, no salgas, cierra los postigos, almacena
comida y agua para una buena temporada, porque no saldrás hasta que aquel
recuerdo malhadado no te provoque, cual arcada misteriosa, un sentimiento que
puedas teclear en la pantalla.
También pensó que preferiría
morir antes de volver a quedarse sin las lentejas de los viernes. Pero esto no
viene al caso. Ella dijo no y eso es motivo suficiente para que se te caiga un
sentimiento y para que teclees más rápido de lo que acostumbras, a Juan y a
cualquiera.
A las veinticuatro horas,
cayó.
Sonó como cuando cae un cuerpo
muerto. Come caddi corpo morto cade. Es decir, retumbó. Juan se preparó para un
largo ayuno de letras. Las piedras pierden la paciencia con cierta parsimonia.
Al rato miró Juan por la ventana. Y vio que llovía y que se formaban charcos.
Pese a eso, continuó indiferente. Le dio igual que el cielo tornasolara en una
miríada de extraños celajes añiles. Le dio igual que una ardilla se suicidara
al poco tiempo delante de su edificio tirándose desde la copa de un magnolio.
Le importó una mierda que en medio de la plaza de enfrente un niño perdiera una
cacerola de juguete. Él ya tenía su sentimiento, para qué más.
Lo recogió del suelo y lo puso
en la estantería, entre la foto de ella y un libro de Faulkner. Lo dejó allí
para que se secara. Dentro de un año, pensó, sabría que hacer con él. La
pantalla se apagó y la plaza se quedó sin gente. La lluvia siguió a lo suyo
hasta que se volvió incontenible. El cadáver de la ardilla fue arrastrado por
un torrente de lodo. Surgió el cuento.
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