Confusión a última hora



Cuando a Sócrates,
en ese momento histórico tan poco recomendable,
cuando le iban a dar de beber su propia muerte,
cuando la polis se disponía taciturna a realizar esa especie de subjetiva defensa de sus dioses que llamaban justicia, por no tener a mano mejor nombre.
Cuando a Sócrates, decía,
le llevaron a su celda los tres hijos para despedirse,
los miró así un poco como dudando que decirles en ese trascendental momento.

Se requería alguna clase de despedida, muy formal.
Y emocionada. Nada de medias tintas.
Los sermones de los padres cobran cierta importancia cuando se pronuncian en los últimos momentos luctuosos y oscuros que preceden a la muerte.
No es lo mismo decir un sermón de padre en ese preciso momento que cuando estás en una fiesta, o vuelves de una fiesta, o te crees que tendrás padre para rato.

Sócrates dudó, pues.
En él la duda, más que en nadie, suponía un regocijo enorme.
Le encantaba dudar.         
Se hizo famoso por ello.
Dudar sin límites era su trabajo, pero también su forma de ser en el mundo. Por eso hacía tantas preguntas, porque dudaba de todo, hasta si pasaba un paisano que no conocía le preguntaba cosas, cosas absurdas como si sabía su propio nombre, si sabía a dónde iba, si había que aliñar siempre necesariamente las aceitunas y cómo.

Así que lo previsible era que, cuando dejara de dudar, lo que dijera a sus hijos en ese trascendental momento estuviera contenido dentro de esa forma gramatical tan poco de moda actualmente que es la pregunta. Ahora no, ahora lo sabemos todo, pero entonces no y Sócrates hizo la pregunta.
Los hijos estaban preparados para cualquier cosa.
Eran conscientes que ser hijos de tan barbudo filósofo era un hecho que conllevaba cierta fama, pero también ciertas prevenciones, cierta paciencia, cierto qué se le va a hacer, mi padre es Sócrates.
Cuando su padre comenzó a elaborar la pregunta, ellos creían tener respuestas suficientes, dada su maña para responder cimentada en una costumbre que ya muchos años antes habían aceptado como necesaria si querían conservar la herencia.

Por fin, Sócrates les preguntó:
“¿por qué la gallina cruzó la carretera?”
La confusión en la celda se hizo evidente.
Los hijos se miraron unos a otros con claras muestras de estar consternados.
Alguien emitió un grito de lamento.
Porque la pregunta debía ser contestada. No podían quedarse calladitos.
No le iban hacer ese feo a su padre en esos terribles momentos.

Pasaron unos segundos de atroz sufrimiento, mientras se llevaban la mano a la frente y pensaban.
Spanoulis, su hijo menor, el tonto de la familia, viendo que sus hermanos sudaban y que no saldrían así como así del atolladero, se lanzó por fin, cosa que nunca había hecho antes, a contestar a su padre barbudo y más bien feo:
“para ir al otro lado”

Hubo un respiro generalizado en todos los presentes.
El sonso de Platón que pasaba por allí comenzó a redactar el Fedón.
Evidentemente aquella era una respuesta adecuada a la pregunta.
Sócrates sonrió y dijo, ya va siendo hora de tomarme la cicuta.
Hubo un aplauso y las autoridades, para conmemorar el momento, grabaron en mármol blanco la pregunta y la respuesta y la mandaron por correo a Delfos, por si allí algún hermeneuta desocupado lograba descifrar el profundo y hermético significado del mensaje.
Otros dijeron que no, que lo que pasaba es que Sócrates estaba cansado.

Sólo en el hades habita, cómodamente, la última respuesta.

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