De la relación entre el amor y el veneno
Tomar veneno nunca, que yo sepa, ha sido una experiencia
agradable. A nadie le gusta tener una razón para tomarlo, para que te lo den
por obligación, no hay nada de placentero en ese retorcerse como un gusano
ahogado mientras por dentro se te van rompiendo los tejidos, mientras piensas
que ya no queda tiempo y quizás un grito, o una puteada o un silencio son los
únicos remedios que ni aun así valen para nada en esos momentos y menos
después, cuando ya estás muerto. El veneno, en sí, es un objeto extraño, pese a
que en la historia y en las novelas siempre tuvo su papel, a veces
protagonista. A Sócrates le tocó la cicuta, que se bebió sin rechistar. El
desdeñaba a los que pensaban que morirse no es lo mejor que te puede pasar. Se
lo bebió un poco como diciendo mirad, esto es como si me bebiera una limonada.
De los efectos de la cicuta se ha hablado siempre mucho: que si nauseas, que si
parálisis, que si problemas para meter aire en los pulmones. Pero para mi el
más interesante de estos síntomas es el de que la cicuta permite al ajusticiado
permanecer consciente y con la mente clara durante todo el proceso antes de
morirse. Esto no pasa con el amor, ciertamente.
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